19 septiembre 2006

Que tenga usted un día muy feliz, señorita

Algunos días, cuando estaba llegando al portal de casa, veía cómo se acercaba a la puerta un señor con gabardina y sombrero de ala, como los que llevan los detectives en las películas de cine negro. A pesar del sombrero, distaba mucho de ser uno de ellos. Quizás lo fue en su juventud, quién sabe, pero con más de ochenta años, lo que reflejaba su cara era amabilidad y una especie de felicidad tranquila.

Lo veía de lejos y ralentizaba el paso para encontrarme con él en la entrada del portal. Llegaba yo un poco antes y sujetaba la puerta. Él levantaba ligeramente la cabeza y mientras se apoyaba con el bastón con una mano, con la otra se quitaba el sombrero y me saludaba: "Buenos días, señorita". Yo no podía hacer otra cosa que sonreír ampliamente y lo mejor: casi sin darme cuenta.

Ya dentro del portal caminaba siguiendo sus pasos. Intercambiábamos algunas frases, conversación de vecinos, y entrábamos juntos al ascensor. Él se quedaba en el primero. Abría la puerta despacito. Yo no podía hacer otra cosa que seguir sonriendo mientras observaba cómo maniobraba para salir del ascensor. Sin embargo, antes de cerrar la puerta, se quedaba sujetándola un rato, el tiempo necesario para meter la mano en el bolsillo y sacar unos caramelos. Me los daba y, sonriendo, me decía: "Tome usted, para que se endulce" y después de una pausa, la frase que era tan suya como su sombrero: "Que tenga usted un día muy feliz señorita".

Le echaré de menos, señor Modesto, pero seguiré intentado que mis días sean felices.